martes, 28 de mayo de 2013

De la incontinencia y la intromisión

excelente caso de incontinencia formal y cromática, en Cartagena

No hay una regla que diga que siempre, o nunca, el arquitecto haya de plasmar la parte más personal de su imaginería en la obra. Pero muchos arquitectos tienden a hacerlo. De forma descarada o sutil, con motivos de peso o sin ellos.

Unos siempre son descarados, o tienden a serlo. Otros siempre son contenidos, o suelen contenerse. Los hay libres como el viento y reprimidos como si el ornamento fuera delito. Y entre todas las posibilidades intermedias se dan cuatro situaciones que puede que sirvan para enmarcar la cuestión:

1: Unas veces la incontinencia es descarada, por motivos que a mí, personalmente, me cuesta sentir y entender. Y de lo primero, creo yo, trata la arquitectura construida, antes que de lo segundo.

2: Pero lo negativo no es el descaro. Ni mucho menos. A veces éste resulta brillante y emocionante. Quizá porque se entiende. Pero ante todo porque se siente.

3: En los casos de contención también hay lugar para el fracaso, aunque se note menos. Pequeños coletazos de estilo, firmas casi inapreciables que no aportan nada realmente valioso al habitante. Y que suponen, como mucho, una batallita para el arquitecto. A cuenta del bolsillo y/o la comodidad del cliente.

4: Y por último la elegancia de la economía de medios no auto-censurada. La libre elección de no entrometerse demasiado, pero acertando al hacerlo.

Todo se trata del grado de intromisión deseado,
del grado que se logra finalmente, 
y del efecto del mismo.

Pero la intromisión se está realizando a niveles muy poderosos.
No hay manera de escapar del espacio físico.
Hay que recordarlo antes de soltarse la melena.

Tanto en los casos descarados como en los sutiles
creo que se da más a menudo la impertinencia efectista

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