lunes, 12 de marzo de 2012

Del sentido de los micro-rituales agnósticos


autoencargo de ampliación de una mesa

Probablemente sea cierto: la arquitectura va del tirador a la ciudad. Pero trabajar en las escalas más próximas al tamaño del cuerpo humano a mí me fascina de una forma especial. Por eso siempre me han interesado los muebles que los arquitectos se hacen para sí mismos.

(Erwin Broner es un ejemplo emocionante, y normalmente desconocido fuera de Ibiza. Si tenéis la oportunidad de visitar la Casa Broner, reciente y satisfactoriamente rehabilitada, no perdáis la ocasión de abrir los muebles del estudio semienterrado. Son un universo propio formado por cajoncitos y dobles bisagras donde seguro que guardar y sacar cosas le aportaba a Erwin y Gisela pequeñas dosis de felicidad diaria.)

En este caso un autoencargo proyectado y ejecutado el fin de semana pasado me regaló un razonamiento emergido de la práctica pura, de entre los tornillos y el olor a serrín.

El autoencargo era simple:
- ampliar la superficie de la mesa lo mínimo para cumplir una función muy específica (94x22 centímetros).
- que la nueva superficie esté entre 10 y 15 centímetros por debajo del tablero horizontal de la mesa.
- que soporte un máximo de 5 kilos de peso.
- que se pueda sacar y volver a esconder fácilmente, pues habrá que hacerlo casi a diario.
- que la solución, una vez construída, no precise de ningún elemento externo para ser soportada, abierta o cerrada.

Hice una lista de lo que necesitaba y me fui a comprarlo el sábado por la mañana. De vuelta a casa, andando por la calle, mientras abría y cerraba una de las bisagras en mis manos, pensé que era absurdo no haberse planteado de partida una solución sin bisagras. La clásica bandeja que se extrae horizontalmente. Mucho antes de que hubiera teclados de ordenador. Mucho antes de que hubiera guías metálicas de Ikea. Muebles del siglo XVII ya las tienen. Y probablemente no haya nada más sencillo. Aunque tampoco considero una virtud indiscutible el minimalismo funcional.

Para bien y para mal, analizándolo, me doy cuenta de que ni lo pensé porque al margen de los objetivos básicos (conseguidos en la solución de la fotografía), se me puso entre ceja y ceja, y desde el principio, que allí tenía que haber tres bisagras doradas, ocultas, que generaran un barrido que me hace disfrutar como un niño tonto, aunque no lo pueda explicar. Que al esconder la bandeja la engancharía a la parte inferior del tablero con una cadenita y unas argollas, doradas también. Que algún amanecer de invierno, a las doce de la mañana, cuando el sol entra casi horizontal, esas pequeñas partes doradas crearían reflejos que me gustaría observar desde la cama.
Y todo el proceso junto: desenganchar la cadena, proceder al barrido, anclar la bandeja, utilizarla, desanclarla, esconderla, volver a enganchar la cadena... casi cada día... qué placer de agnóstico ritual. ¿De cuántas cosas como ésta puedo rodearme? ¿Puedo generarlas yo, con mi manos, en los muebles y cositas de mi alrededor? ¿Quedarme en esta nube para siempre?

Volviendo a la tierra, obviamente la vida es demasiado corta como para ritualizarlo todo. Y de hacerlo perdería el sentido. Pero eligiendo bien de entre los actos físicos que repetimos (diariamente, semanalmente, anualmente...) se consigue transformarlos en algo metafísico.
Y entre toda la mierda y el ritmo que nos atropella, de repente algún día de la vida, en mitad de la juventud, uno descubre que es un verdadero placer cuidar periódicamente las carpinterías de madera. Que no importa tardar treinta segundos más en desplegar la bandeja de la mesa, si el proceso es bello y artesanal. Que no quiere que le traigan el café, porque prefiere disfrutar de preparárselo uno mismo.

Y para entonces uno ya no es tan joven.

Pero en ese momento, la verdad, tampoco importa.

Todo está bien así.



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