lunes, 21 de noviembre de 2011

De lo descartado


edificio que descarté, por feo, y que un día de sol me encandiló

Me dijeron que Antonio Gala dijo que todos los seres humanos podían clasificarse según si eran o no creadores.

Sea verdad o no, yo estoy de acuerdo.

Y a la vez podemos aplicar esta distinción a las creaciones en sí mismas según si son capaces, o no, de crear una ficción a su alrededor lo bastante potente como para embrujar a los demás.

Porque el valor para el creador es innegable: como mínimo habrá supuesto una repetición, o puede que una evolución técnica o conceptual, o una tremenda masturbación.

Pero el efecto en los demás, aunque a veces haya de ser sutil, es de gran importancia en creaciones que se lanzan al mundo de lo común, de lo social, del día a día... y que además cuestan mucho dinero, como sucede en las construcciones que aspiran a llamarse arquitectura.

Y ese efecto, para ser positivo, no necesita de la belleza, la firmeza y la utilidad bien compensadas.
Quizá le baste sólo con una, con partes de las otras.

Al final, lo que más cuenta para mí, es si aquel rincón del mundo me propulsa o me retiene. Si consigue que mi alma se deslice o si la frena.

Y en esto no hay reglas escritas. Aunque hay técnicas, y consejos, y maestros, y buenos ejemplos. Y existen el talento y el acierto.

Pero ni una sola regla está escrita. No puede estarlo.

Sólo existen los fenómenos que percibimos ficticios.
Y sus repercusiones.
Aunque iluminen, en ocasiones, pedazos de realidad.

Y cuánta luz
en lo que a menudo hemos descartado.

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